Santa Catalina Labouré
Religiosa
Año 1876
Religiosa
Año 1876
Oh María sin pecado concebida:
Ruega por nosotros que recurrimos a Ti.
Ruega por nosotros que recurrimos a Ti.
Nació en Francia, de una familia campesina, en 1806. Al quedar huérfana de madre a los 8 años le encomendó a la Sma. Virgen que le sirviera de madre, y la Madre de Dios le aceptó su petición.
Como
su hermana mayor se fue de monja vicentina, Catalina tuvo que quedarse
al frente de los trabajos de la cocina y del lavadero en la casa de su
padre, y por esto no pudo aprender a leer ni a escribir.
A
los 14 años pidió a su papá que le permitiera irse de religiosa a un
convento pero él, que la necesitaba para atender los muchos oficios de
la casa, no se lo permitió. Ella le pedía a Nuestro Señor que le
concediera lo que tanto deseaba: ser religiosa. Y una noche vio en sueños
a un anciano sacerdote que le decía: "Un día me ayudarás a
cuidar a los enfermos". La imagen de ese sacerdote se le quedó
grabada para siempre en la memoria.
Al
fin, a los 24 años, logró que su padre la dejara ir a visitar a la
hermana religiosa, y al llegar a la sala del convento vio allí el
retrato de San Vicente de Paúl y se
dió cuenta de que ese era el sacerdote que había visto en sueños y
que la había invitado a ayudarle a cuidar enfermos. Desde ese día se
propuso ser hermana vicentina, y tanto insistió que al fin fue aceptada
en la comunidad.
Siendo
Catalina una joven monjita, tuvo unas apariciones que la han hecho célebre
en toda la Iglesia. En la primera, una noche estando en el dormitorio
sintió que un hermoso niño la invitaba a ir a la capilla. Lo siguió
hasta allá y él la llevó ante la imagen de la Virgen Santísima.
Nuestra Señora le comunicó esa noche varias cosas futuras que iban a
suceder en la Iglesia Católica y le recomendó que el mes de Mayo fuera
celebrado con mayor fervor en honor de la Madre de Dios. Catalina creyó
siempre que el niño que la había guiado era su ángel de la guarda.
Catalina
le contó a su confesor esta aparición, pero él no le creyó. Sin
embargo el sacerdote empezó a darse cuenta de que esta monjita era
sumamente santa, y se fue donde el Sr. Arzobispo a consultarle el caso.
El Sr. Arzobispo le dio permiso para que hicieran las medallas, y
entonces empezaron los milagros.
Las
gentes empezaron a darse cuenta de que los que llevaban la medalla con
devoción y rezaban la oración "Oh María sin pecado
concebida, ruega por nosotros que recurrimos a Ti", conseguían
favores formidables, y todo el mundo comenzó a pedir la medalla y a
llevarla. Hasta el emperador de Francia la llevaba y sus altos empleados
también.
En
París había un masón muy alejado de la religión. La hija de este
hombre obtuvo que él aceptara colocarse al cuello la Medalla de la
Virgen Milagrosa, y al poco tiempo el masón pidió que lo visitara un
sacerdote, renunció a sus errores masónicos y terminó sus días como
creyente católico.
Después
de las apariciones de la Sma. Virgen, la joven Catalina vivió el resto
de sus años como una cenicienta escondida y desconocida de todos. Muchísimas
personas fueron informadas de las apariciones y mensajes que la Virgen
Milagrosa hizo en 1830. Ya en 1836 se habían repartido más de 130,000
medallas. El Padre Aladel, confesor de la santa, publicó un librito
narrando lo que la Virgen Santísima había venido a decir y prometer,
pero sin revelar el nombre de la monjita que había recibido estos
mensajes, porque ella le había hecho prometer que no diría a quién se
le había aparecido. Y así mientras esta devoción se propagaba por
todas partes, Catalina seguía en el convento barriendo, lavando,
cuidando las gallinas y haciendo de enfermera, como la más humilde e
ignorada de todas las hermanitas, y recibiendo frecuentemente maltratos
y humillaciones.
En
1842 sucedió un caso que hizo mucho más popular la Medalla Milagrosa y
sucedió de la siguiente manera: el rico judío Ratisbona, fue hospedado
muy amablemente por una familia católica en Roma, la cual como único
pago de sus muchas atenciones, le pidió que llevara por un tiempo al
cuello la medalla de la Virgen Milagrosa. Él aceptó esto como un
detalle de cariño hacia sus amigos, y se fue a visitar como turista el
templo, y allí de pronto frente a un altar de Nuestra Señora vio que
se le aparecía la Virgen Santísima y le sonreía. Con esto le bastó
para convertirse al catolicismo y dedicar todo el resto de su vida a
propagar la religión católica y la devoción a la Madre de Dios. Esta
admirable conversión fue conocida y admirada en todo el mundo y
contribuyó a que miles y miles de personas empezaran a llevar también
la Medalla de Nuestra Señora (lo que consigue favores de Dios no es la
medalla, que es un metal muerto, sino nuestra fe y la demostración de
cariño que le hacemos a la Virgen Santa, llevando su sagrada imagen).
Desde
1830, fecha de las apariciones, hasta 1876, fecha de su muerte, Catalina
estuvo en el convento sin que nadie se le ocurriera que ella era a la
que se le había aparecido la Virgen María para recomendarle la Medalla
Milagrosa. En los últimos años obtuvo que se pusiera una imagen de la
Virgen Milagrosa en el sitio donde se le había aparecido (y al verla,
aunque es una imagen hermosa, ella exclamó: "Oh, la Virgencita
es muchísimo más hermosa que esta imagen").
Al
fin, ocho meses antes de su muerte, fallecido ya su antiguo confesor,
Catalina le contó a su nueva superiora todas las apariciones con todo
detalle y se supo quién era la afortunada que había visto y oído a la
Virgen. Por eso cuando ella murió, todo el pueblo se volcó a sus
funerales (quien se humilla será enaltecido).
En
1947 el santo Padre Pío XII declaró santa a Catalina Labouré, y con
esa declaración quedó también confirmado que lo que ella contó
acerca de las apariciones de la Virgen sí era Verdad.
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