CARTA
ENCÍCLICA
LUMEN FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE FRANCISCO
A LOS OBISPOS A LOS PRESBÍTEROS Y A LOS DIÁCONOS A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A TODOS LOS FIELES LAICOS SOBRE LA FE
LUMEN FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE FRANCISCO
A LOS OBISPOS A LOS PRESBÍTEROS Y A LOS DIÁCONOS A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A TODOS LOS FIELES LAICOS SOBRE LA FE
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Los
sacramentos y la transmisión
de la fe
40. La
Iglesia, como toda familia,
transmite a sus hijos el
contenido de su memoria.
¿Cómo hacerlo de manera que
nada se pierda y, más bien,
todo se profundice cada vez
más en el patrimonio de la
fe? Mediante la tradición
apostólica, conservada en la
Iglesia con la asistencia
del Espíritu Santo, tenemos
un contacto vivo con la
memoria fundante. Como
afirma el Concilio ecuménico
Vaticano II, « lo que los
Apóstoles transmitieron
comprende todo lo necesario
para una vida santa y para
una fe creciente del Pueblo
de Dios; así la Iglesia con
su enseñanza, su vida, su
culto, conserva y transmite
a todas las edades lo que es
y lo que cree »[35].
En
efecto, la fe necesita un
ámbito en el que se pueda
testimoniar y comunicar, un
ámbito adecuado y
proporcionado a lo que se
comunica. Para transmitir un
contenido meramente
doctrinal, una idea, quizás
sería suficiente un libro, o
la reproducción de un
mensaje oral. Pero lo que se
comunica en la Iglesia, lo
que se transmite en su
Tradición viva, es la luz
nueva que nace del encuentro
con el Dios vivo, una luz
que toca la persona en su
centro, en el corazón,
implicando su mente, su
voluntad y su afectividad,
abriéndola a relaciones
vivas en la comunión con
Dios y con los otros. Para
transmitir esta riqueza hay
un medio particular, que
pone en juego a toda la
persona, cuerpo, espíritu,
interioridad y relaciones.
Este medio son los
sacramentos, celebrados en
la liturgia de la Iglesia.
En ellos se comunica una
memoria encarnada, ligada a
los tiempos y lugares de la
vida, asociada a todos los
sentidos; implican a la
persona, como miembro de un
sujeto vivo, de un tejido de
relaciones comunitarias. Por
eso, si bien, por una parte,
los sacramentos son
sacramentos de la fe[36],
también se debe decir que la
fe tiene una estructura
sacramental. El despertar de
la fe pasa por el despertar
de un nuevo sentido
sacramental de la vida del
hombre y de la existencia
cristiana, en el que lo
visible y material está
abierto al misterio de lo
eterno.
41. La transmisión
de la fe se realiza en
primer lugar mediante el
bautismo. Pudiera parecer
que el bautismo es sólo un
modo de simbolizar la
confesión de fe, un acto
pedagógico para quien tiene
necesidad de imágenes y
gestos, pero del que, en
último término, se podría
prescindir. Unas palabras de
san Pablo, a propósito del
bautismo, nos recuerdan que
no es así. Dice él que « por
el bautismo fuimos
sepultados en él en la
muerte, para que, lo mismo
que Cristo resucitó de entre
los muertos por la gloria
del Padre, así también
nosotros andemos en una vida
nueva » (Rm 6,4). Mediante
el bautismo nos convertimos
en criaturas nuevas y en
hijos adoptivos de Dios. El
Apóstol afirma después que
el cristiano ha sido
entregado a un « modelo de
doctrina » (typos didachés),
al que obedece de corazón
(cf. Rm 6,17). En el
bautismo el hombre recibe
también una doctrina que
profesar y una forma
concreta de vivir, que
implica a toda la persona y
la pone en el camino del
bien. Es transferido a un
ámbito nuevo, colocado en un
nuevo ambiente, con una
forma nueva de actuar en
común, en la Iglesia. El
bautismo nos recuerda así
que la fe no es obra de un
individuo aislado, no es un
acto que el hombre pueda
realizar contando sólo con
sus fuerzas, sino que tiene
que ser recibida, entrando
en la comunión eclesial que
transmite el don de Dios:
nadie se bautiza a sí mismo,
igual que nadie nace por su
cuenta. Hemos sido
bautizados.
42. ¿Cuáles
son los elementos del
bautismo que nos introducen
en este nuevo « modelo de
doctrina »? Sobre el
catecúmeno se invoca, en
primer lugar, el nombre de
la Trinidad: Padre, Hijo y
Espíritu Santo. Se le
presenta así desde el
principio un resumen del
camino de la fe. El Dios que
ha llamado a Abrahán y ha
querido llamarse su Dios, el
Dios que ha revelado su
nombre a Moisés, el Dios
que, al entregarnos a su
Hijo, nos ha revelado
plenamente el misterio de su
Nombre, da al bautizado una
nueva condición filial. Así
se ve claro el sentido de la
acción que se realiza en el
bautismo, la inmersión en el
agua: el agua es símbolo de
muerte, que nos invita a
pasar por la conversión del
« yo », para que pueda
abrirse a un « Yo » más
grande; y a la vez es
símbolo de vida, del seno
del que renacemos para
seguir a Cristo en su nueva
existencia. De este modo,
mediante la inmersión en el
agua, el bautismo nos habla
de la estructura encarnada
de la fe. La acción de
Cristo nos toca en nuestra
realidad personal,
transformándonos
radicalmente, haciéndonos
hijos adoptivos de Dios,
partícipes de su naturaleza
divina; modifica así todas
nuestras relaciones, nuestra
forma de estar en el mundo y
en el cosmos, abriéndolas a
su misma vida de comunión.
Este dinamismo de
transformación propio del
bautismo nos ayuda a
comprender la importancia
que tiene hoy el
catecumenado para la nueva
evangelización, también en
las sociedades de antiguas
raíces cristianas, en las
cuales cada vez más adultos
se acercan al sacramento del
bautismo. El catecumenado es
camino de preparación para
el bautismo, para la
transformación de toda la
existencia en Cristo.
Un
texto del profeta Isaías,
que ha sido relacionado con
el bautismo en la literatura
cristiana antigua, nos puede
ayudar a comprender la
conexión entre el bautismo y
la fe: « Tendrá su alcázar
en un picacho rocoso… con
provisión de agua » (Is
33,16)[37]. El bautizado,
rescatado del agua de la
muerte, puede ponerse en pie
sobre el « picacho rocoso »,
porque ha encontrado algo
consistente donde apoyarse.
Así, el agua de muerte se
transforma en agua de vida.
El texto griego lo llama
agua pistós, agua «
fiel ». El agua del bautismo
es fiel porque se puede
confiar en ella, porque su
corriente introduce en la
dinámica del amor de Jesús,
fuente de seguridad para el
camino de nuestra vida.
43. La estructura del
bautismo, su configuración
como nuevo nacimiento, en el
que recibimos un nuevo
nombre y una nueva vida, nos
ayuda a comprender el
sentido y la importancia del
bautismo de niños, que
ilustra en cierto modo lo
que se verifica en todo
bautismo. El niño no es
capaz de un acto libre para
recibir la fe, no puede
confesarla todavía
personalmente y,
precisamente por eso, la
confiesan sus padres y
padrinos en su nombre. La fe
se vive dentro de la
comunidad de la Iglesia, se
inscribe en un « nosotros »
comunitario. Así, el niño es
sostenido por otros, por sus
padres y padrinos, y es
acogido en la fe de ellos,
que es la fe de la Iglesia,
simbolizada en la luz que el
padre enciende en el cirio
durante la liturgia
bautismal. Esta estructura
del bautismo destaca la
importancia de la sinergia
entre la Iglesia y la
familia en la transmisión de
la fe. A los padres
corresponde, según una
sentencia de san Agustín, no
sólo engendrar a los hijos,
sino también llevarlos a
Dios, para que sean
regenerados como hijos de
Dios por el bautismo y
reciban el don de la fe[38].
Junto a la vida, les dan así
la orientación fundamental
de la existencia y la
seguridad de un futuro de
bien, orientación que será
ulteriormente corroborada en
el sacramento de la
confirmación con el sello
del Espíritu Santo.
44. La
naturaleza sacramental de la
fe alcanza su máxima
expresión en la eucaristía,
que es el precioso alimento
para la fe, el encuentro con
Cristo presente realmente
con el acto supremo de amor,
el don de sí mismo, que
genera vida. En la
eucaristía confluyen los dos
ejes por los que discurre el
camino de la fe. Por una
parte, el eje de la
historia: la eucaristía es
un acto de memoria,
actualización del misterio,
en el cual el pasado, como
acontecimiento de muerte y
resurrección, muestra su
capacidad de abrir al
futuro, de anticipar la
plenitud final. La liturgia
nos lo recuerda con su hodie,
el « hoy » de los misterios
de la salvación. Por otra
parte, confluye en ella
también el eje que lleva del
mundo visible al invisible.
En la eucaristía aprendemos
a ver la profundidad de la
realidad. El pan y el vino
se transforman en el Cuerpo
y Sangre de Cristo, que se
hace presente en su camino
pascual hacia el Padre: este
movimiento nos introduce, en
cuerpo y alma, en el
movimiento de toda la
creación hacia su plenitud
en Dios.
45. En la
celebración de los
sacramentos, la Iglesia
transmite su memoria, en
particular mediante la
profesión de fe. Ésta no
consiste sólo en asentir a
un conjunto de verdades
abstractas. Antes bien, en
la confesión de fe, toda la
vida se pone en camino hacia
la comunión plena con el
Dios vivo. Podemos decir que
en el Credo el creyente es
invitado a entrar en el
misterio que profesa y a
dejarse transformar por lo
que profesa. Para entender
el sentido de esta
afirmación, pensemos antes
que nada en el contenido del
Credo. Tiene una estructura
trinitaria: el Padre y el
Hijo se unen en el Espíritu
de amor. El creyente afirma
así que el centro del ser,
el secreto más profundo de
todas las cosas, es la
comunión divina. Además, el
Credo contiene también una
profesión cristológica: se
recorren los misterios de la
vida de Jesús hasta su
muerte, resurrección y
ascensión al cielo, en la
espera de su venida gloriosa
al final de los tiempos. Se
dice, por tanto, que este
Dios comunión, intercambio
de amor entre el Padre y el
Hijo en el Espíritu, es
capaz de abrazar la historia
del hombre, de introducirla
en su dinamismo de comunión,
que tiene su origen y su
meta última en el Padre.
Quien confiesa la fe, se ve
implicado en la verdad que
confiesa. No puede
pronunciar con verdad las
palabras del Credo sin ser
transformado, sin inserirse
en la historia de amor que
lo abraza, que dilata su ser
haciéndolo parte de una
comunión grande, del sujeto
último que pronuncia el
Credo, que es la Iglesia.
Todas las verdades que se
creen proclaman el misterio
de la vida nueva de la fe
como camino de comunión con
el Dios vivo.
[35] Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación,
8.
[36] Cf. Conc. Ecum. Vat.
II, Const.
Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada
liturgia, 59.
[37] Cf.
Epistula Barnabae, 11, 5:
SC
172, 162.
[38] Cf.
De nuptiis et concupiscentia,
I, 4, 5: PL 44,413: «
Habent
quippe intentionem generandi
regenerandos, ut qui ex eis
saeculi filii nascuntur in
Dei filios renascantur ».
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