"Nosotros no poseemos la verdad, es la Verdad quien nos posee a nosotros. Cristo, que es la Verdad, nos toma de la mano". Benedicto XVI
"Dejá que Jesús escriba tu historia. Dejate sorprender por Jesús." Francisco

"¡No tengan miedo!" Juan Pablo II
Ven Espiritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Envía, Señor, tu Espíritu para darnos nueva vida. Y renovarás el Universo. Dios, que iluminaste los corazones de tus fieles con las luces del Espíritu Santo, danos el valor de confesarte ante el mundo para que se cumpla tu plan divino. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

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sábado, 8 de septiembre de 2012

Perfil del Catequista




Un catequista siembra sin pensar en términos de eficacia porque está corresponde más al mundo de la técnica, que al corazón del evangelio.
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Siembra y a la vez, siente como entre paréntesis su sembrar, porque cree más en la Gracia que en sus méritos.
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Un Catequista se experimenta rehén de una misión desproporcionada, sabe así, del privilegio, la maravilla de presentarse en nombre del Señor Jesús:  a Él anuncia, como un embajador sagrado.
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Al Catequista lo recorre un fuego al predicar como si viera a Dios en lo abierto de la vida, en lo que la vida pide y de desde cada catecúmeno, ese niño o adulto que nacerá a la fe, y quizás a la santidad, por su palabra.
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Algo quemante hay en nombrar a Jesús con autoridad…
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Todo auténtico catequista lleva semillas de vida en su corazón, pero también sabe que el cristianismo es luz paradojal, y que si se baja de la cruz, pierde la fuerza de su origen; transformándola en una religión natural, en un humanismo sin sangre.
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El catequista ha de vivir el dolor como una posibilidad de amor y ofrenda, y no como su aniquilamiento; como si hiciera propias las palabras de Paul Ricoeur: “…el sufrimiento es un momento de lo divino…”
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El catequista además, le dará contenido a su decir, contenido que surgirá desde una hoguera de rezos,  porque no se comprende al cristiano sin oración. No rezar es introducir una contradicción en su vida. Es como secar las raíces…
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Y el catequista vibrará con la comunidad, la construirá aceptando sus pobrezas, sus pocas luces. Su tarea es sumar. Su pecado sería juzgar.

Amará a la Iglesia, y se inclinará con temor sagrado ante sus dos mil años de pasión y fe.
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Evangelio y entrega a la comunidad, ese espacio que regala Dios para madurar en lo personal, para desde ahí salir al encuentro de todos los hombres: “los dispersos por el mundo…”.
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El catequista no brinda una lección, sino una persona: Cristo. Y no rechaza la osadía de su anuncio. Es el Nazareno quien le ha llamado: alguien que nació en un lugar que no figuraba en los mapas, alguien que aún sin haber comenzado a hablar fue mandado a asesinar, alguien que huyó en brazos de su joven madre a un lugar lejano, con otros dioses, otra lengua, otra cultura, alguien que se anidó en la soledad del desierto, en la cotidianeidad del trabajo callado y sin pompas. Dios que al mostrarse a los suyos en su propia patria fue rechazado, y querido arrojar a un barranco, Dios que como signo de contradicción no tuvo el amor de los poderosos de su tiempo, y a quien solo siguieron con vacilaciones: ciegos, pescadores, analfabetos, leprosos y marginales; porque la misericordia tenía que brillar una vez en el mundo.
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El catequista auténtico se empapa de Cristo, y lo actualiza en su paciente dedicación: palabra y gesto: liturgia del decir que el amor hace rostro.


Pbro. Gustavo Seivane.
Espiritualidad - Boletín Catequístico

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