"Nosotros no poseemos la verdad, es la Verdad quien nos posee a nosotros. Cristo, que es la Verdad, nos toma de la mano". Benedicto XVI
"Dejá que Jesús escriba tu historia. Dejate sorprender por Jesús." Francisco

"¡No tengan miedo!" Juan Pablo II
Ven Espiritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Envía, Señor, tu Espíritu para darnos nueva vida. Y renovarás el Universo. Dios, que iluminaste los corazones de tus fieles con las luces del Espíritu Santo, danos el valor de confesarte ante el mundo para que se cumpla tu plan divino. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

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jueves, 5 de abril de 2012

Homilía en la Misa Crismal - 5 de abril de 2012 - Cardenal Jorge Mario Bergoglio

Homilía del cardenal Jorge Mario Bergoglio SJ, arzobispo de Buenos Aires, en la Misa Crismal (5 de abril de 2012)


El Salmo 88 que recién hemos rezado nos habla del “para siempre” de la unción: “Ungí a David mi servidor con el óleo sagrado, para que mi mano esté siempre con él”. La unción del Señor es “fidelidad y amor que nos acompañan” a lo largo de nuestra vida sacerdotal. Quizá sea San Juan quien mejor expresa este carácter permanente de la unción: “La unción que recibieron de Él permanece en ustedes y no necesitan que nadie les enseñe” (1 Jn 2, 27).

La unción permanece en nosotros, nos imprime carácter; se trata de que nosotros permanezcamos en ella: “Ya que esa unción los instruye en todo y ella es verdadera y no miente, permanezcan en Él, como ella les enseña”. Permanecer en la unción…, que nos enseña interiormente cómo permanecer en la amistad con Jesús.

Nos hará bien preguntarnos: ¿Qué nos ayuda a permanecer en la unción? ¿Cómo experimentar su alegría, como sentir que nos fortalece, haciendo suave y llevadera la Cruz, cómo vivirla como escudo ante las tentaciones y como bálsamo en las heridas? ¿Qué nos ayuda a no depotenciarla, a no perder la sal, a mantener ardiente el fervor…? ¿Cómo evitar engrosar la lista de aquellos que terminaron mal y no permanecieron en la unción: Saúl, Esaú, Salomón…? A modo de respuesta, un poco antes, en la misma carta, Juan da la clave: “El que dice que permanece en Él, debe andar como Él” (1 Jn 2, 6).

Permanecer en la unción entonces no significa poner cara de estampita ni mantener una postura estática; significa “andar” y el andar del que habla Juan (periepatesen) es el de todos los paralíticos curados del evangelio, que se levantaban de un salto y andaban con su camilla a cuestas y seguían al Señor; es el andar de Pedro hacia Jesús, caminando sobre las aguas, símbolo del hombre que camina en la fe, que “abandona toda seguridad y avanza al encuentro de lo que sólo se alcanza por la gracia” (von Balthasar). Así es: para permanecer en la unción hay que caminar, hay que salir y andar como Cristo anduvo.

La unción del Espíritu permaneció sobre el Señor que “pasó haciendo el bien”, derramando la misericordia del Padre sobre todos los que lo necesitaban en cada ocasión, hasta consumar su Pascua y el Éxodo de sí en la apertura total de su Corazón traspasado en la Cruz. Y permanecer en la unción es pasar haciendo el bien; un bien que no es una posesión constatable sino que se difunde como el perfume de nardo puro con el que María ungió al Señor. Esto es lo que irritó a Judas, que había perdido la unción y ya no podía gozar de la fragancia que perfumaba toda la casa. La intangibilidad de la unción del Espíritu suele reemplazarse, cuando se la pierde, con la tangibilidad contante y sonante del dinero. Pensemos en la autoreferencialidad contable de tantas personas e instituciones de Iglesia. ¿Qué tal su permanencia en la unción? Cuando, en el desierto, el pueblo se cansó de la unción, se fabricó un becerro de oro (Ex. 32: 1-6)

La permanencia en la unción se define en el caminar y en el hacer. Un hacer que no sólo son hechos sino un estilo que busca y desea poder participar del estilo de Jesús. El “hacerse todo a todos para ganar a algunos para Cristo” va por este lado. Como ungidos se trata de participar de esa unción, la que le da el latir manso y humilde al Corazón del Señor; participar de esa unción que lo llena de gozo cuando ve cómo el Padre lo hace todo bien y le revela sus cosas a los pequeños; participar de esa unción que cubre todo su Cuerpo en la pasión haciendo que sus llagas, untadas con el remedio de la caridad, se conviertan en llagas sanadoras; participar de esa unción con el óleo de la alegría de la resurrección, que se trasunta en el oficio de consolar a los amigos…

Pero es precisamente en el modo de anunciar y de defender la verdad donde mejor podemos contemplar el estilo del Ungido y su modo de proceder. Aquí resalta sobremanera la paciencia que el Señor tenía para enseñar. La paciencia con la gente (los evangelistas nos hacen notar cómo Jesús se pasaba horas enseñando y charlando con la gente, aunque estuviera cansado); y la paciencia con los discípulos (cómo les explicaba las parábolas cuando se quedaban a solas, con cuánto buen humor les hacía confesar que habían estado charlando acerca de quién era el más importante…, cómo los fue preparando para su cruz y para que lo supieran reconocer luego en la increíble alegría de la resurrección). La imagen más linda, quizá, de esta unción para enseñar es la del Peregrino de Emaús. Ellos le hablan y le hablan y Él los escucha pacientemente mientras los va haciendo sentir y gustar internamente lo bueno que es andar en su compañía, de modo tal que cuando hace ademán de seguir de largo sienten que no quieren que se vaya y les nace invitarlo a pasar. Entonces “se le abren los ojos” y lo reconocen al partir el pan. ¡La unción con que el Señor partía el pan y se lo daba! Es la unción al celebrar la Eucaristía que quedó grabada en la memoria de la Iglesia y de la cual cada uno de nosotros, sacerdotes, participamos. En la fórmula común de la Iglesia cada uno pone lo más especial de su corazón al consagrar, y suele ser gracia participada de algún otro sacerdote que le hizo sentir la unción del Señor. Permanecer en la unción, permanecer en la escucha de la Palabra como quien comparte el pan…

Dejemos de lado, por el momento, la agudeza y la chispa del Señor para sacar enseñanza de todo lo cotidiano y también en la elaboración magistral de las parábolas, que son a prueba de ilustrados, y contemplemos cómo se manifiesta la unción del Señor para combatir el error y las insidias de sus enemigos. Nunca se fue de boca el Señor. Y eso que tenía capacidad y motivos para ser irónico, o para mostrarse despechado o ser mordaz… Su no dialogar con el demonio (porque con el demonio no se debe dialogar), su dominio de la lengua con los escribas y fariseos, su silencio ante los poderosos, su no desquitarse con los débiles que se contagiaban y hacían leña del árbol caído… nos hablan de este modo de proceder del Ungido del cual se nos invita a participar. Toda esta parte, “negativa”, si se quiere, de dominio de sí, es la contra-cara necesaria de esa palabra buena que sembraba hondo en el corazón de los humildes. El Ungido a quien seguimos no se impone con arranques prepotentes ni maltrato a los fieles. El que es la Palabra unge penetrando mansamente en el interior del que tiene buena voluntad y blindando el corazón para que ninguna palabra pueda ser mal usada por el enemigo.

Hoy día, quizá más que nunca, necesitamos esta gracia de la unción de la Palabra. Necesitamos escuchar palabras ungidas que nos permitan interiorizar la verdad de manera tal que no tengamos temor a perder libertad por obedecer palabras del Señor o de la Iglesia: la palabra ungida nos enseña desde adentro. Necesitamos también escuchar palabras ungidas que nos tornen alérgicos a toda mala palabra, esas que dejan mal gusto en la boca y agrian el corazón. Nuestro pueblo fiel necesita que le prediquemos palabras ungidas, que le lleguen al corazón y se lo hagan arder como las palabras del Señor hicieron arder el corazón de los discípulos de Emaús, palabras ungidas que le defiendan el corazón para que no lo penetre tanta mala palabra, tanto chisme y chabacanería, tanta mentira y tanta palabra interesada. Estos modos de hablar, que hoy se escuchan por todos lados y todo el tiempo son los que atacan y muchas veces hacen perder la unción.

Ungidos en el Ungido miremos hoy a nuestra Madre y pidámosle que cuide la unción en nuestro corazón. Y que la cuide también en nuestra mirada y en nuestras manos. Que con ese modo suyo de proceder, tan de su Hijo, modo de proceder que ella primero le inculcó y luego, como discípula, aprendió de Él, nos hable la verdad y lo haga –como buena macabea- en aquel lenguaje materno (cfr. 2 Mac. 7:21,27) que nos lleva irresistiblemente a permanecer en Jesús. Que su bondad nos ayude a comprender que la unción no se manifiesta en una pose hierática y artificiosa en nuestro modo de ser, sino en el andar como Él anduvo; nos ayude a guardar la palabra con unción y con unción miremos y trabajemos. Y de manera especial le pedimos que no salga de nuestra boca palabra que no sea edificante sino que, guardando y rumiando las cosas de su Hijo en nuestro corazón, nos broten palabras que alegren al Santo Pueblo fiel de Dios, según los pasos del Ungido que vino para anunciarle la Buena Nueva.


Card. Jorge Mario Bergoglio SJ, arzobispo de Buenos Aires
5 de abril de 2012

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